Las Joyas de la Plata: Santiago
El Rubicón a Santiago.
Claro que no. La de hoy, tampoco la de ningún día, es una etapa más. Hoy es nuestra última etapa.
Despertamos con una sensación especial. Una suerte de hormigueo mental, que nos lleva a ser conscientes de la particularidad de la jornada.
Aquello por lo que nos hemos estado moviendo día a día está a tiro de piedra, a escasos 22 kilómetros. No será el día para dar datos técnicos o de localización.
La etapa es corta, llevadera y suavemente ondulada, sin ningún compromiso mayor.
La de hoy es una etapa de sensaciones. Es la culminación de un camino y al mismo tiempo de un proceso interno.
Hemos transitado caminos interiores y caminos físicos de forma simultánea. Hemos recorrido un viaje de conexión con lo que somos y que nos ha transformado de una forma progresiva y permanente.
Por eso, nosotros, los que un día iniciamos estas etapas, no somos hoy los mismos que culminaremos el trayecto. El camino de Santiago, la vía de la Plata, ya nos ha cambiado, ya nos ha impregnado de esa extraña sensación que sólo los que han realizado este viaje pueden experimentar.
Así volvemos esta mañana soleada a realizar la liturgia habitual.
Comprobamos nuestras pertenencias, nos enfundamos nuestras ropas, y volvemos a sentir el tacto de esas botas, fieles compañeras hasta hoy. Nos encaminamos por una pista forestal que salva la vía del ferrocarril en varios tramos.
Un cuerpo, y sobretodo unos pies, que ya a estas alturas entran en una rutina de pisadas de forma natural. Es cómo si ya, desde temprano en la mañana, el cuerpo te viniese pidiendo este ejercicio, se trata de un acto reflejo.
Y cómo siempre, al avanzar y concentrarnos paulatinamente en nuestro caminar, vamos entrando en diferentes estados de ánimo.
Recordamos jornadas lejanas, dificultades superadas, encuentros fugaces, paisajes increíbles, dehesas, campos abiertos, pequeñas iglesias, comidas inolvidables…un sinfín de recuerdos que amasamos lentamente y que ahora digerimos, en el momento en el que nos aproximamos al final de esta aventura.
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Una urbe que respira por y para el peregrino, que lo acoge, lo arropa y lo cuida desde tiempos inmemoriales.
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Y casi sin pretenderlo, con el ligero placer que producen las cosas inesperadas, nos encontramos de repente pisando la calzada del Sar, ubicación desde que tenemos la primera visión de las torres de la Catedral de Santiago, que se levantan cómo un icónico señuelo al que dirigir todas nuestras miradas y reflexiones.
Es curioso este último reducto de ruralidad que nos ofrece el barrio del Sar antes de adentrarnos en la ciudad.
Tan cerca y tan lejos al mismo tiempo de la dinámica hostil de una gran ciudad.
Atravesamos el antiguo puente sobre el río e iniciamos una última fuerte subida, con aires conquistadores, hasta la Porta de Mazarelos, bajo cuyo arco entraremos ya de lleno en la ciudad.
Una urbe que respira por y para el peregrino, que lo acoge, lo arropa y lo cuida desde tiempos inmemoriales.
Por eso llegar a Santiago es en cierta manera llegar a casa, en casa nos sentimos al caminar por sus calles. Ralentizamos nuestro paso, cómo queriendo no llegar nunca a la Plaza del Obradoiro, cómo intentando perpetuar esta sensación, que nunca acabe, que siga esa pequeña luz encendida.
Pero como dijo Julio Cesar a sus tropas antes de cruzar el Rubicón, ‘aleja jacta est’, la suerte está echada, y acudimos expectantes al encuentro con el apóstol, culminando así una de las aventuras de nuestra vida.